jueves, 31 de octubre de 2013


                                                 
 
                                                      Ni buenos ni malos

“Tan joven y ¡qué mala leche! ¡Si parece que vive amargado!”. Todos damos y recibimos impresiones que vuelan del corazón a los labios. No pasan por el alambique de nuestro cerebro, del que destilamos siempre lo mejor o lo peor. Son impresiones espontáneas que dejamos los unos en los otros, algo así como nuestra primera tarjeta de presentación. Una impresión grata abre muchas puertas. Otra ingrata las cierra todas. Es fácil decir que las apariencias engañan. Le engañan a quien no le importa dejarse engañar. A todos nos importa, por cierto, menos de lo que creemos.
Como niños que no se duermen sin un cuento cada noche, así los adultos no nos despertamos sin otro cuento cada día. Claro que hay cuentos y cuentos. Hay cuentos para ilusionarse. Otros, en cambio, desilusionan. Nosotros mismos somos un cuento sin palabras. Lo contamos con nuestra manera espontánea de tratar a los demás. Podemos tratarnos sin despertar, unos en otros, la menor emoción. O podemos despertar las ganas de vivir en el que duerme a nuestro lado.
No hay buenas o malas personas. La Humanidad no se divide en buenos o malos. Hay personas cargadas de buena intención que no prestan la menor atención a los demás. Y las hay también cuyas obras son aun mejores que sus intenciones. Todo, en la vida, es cuestión de detalle. A quien no lo tiene con nosotros, ¿podremos quererle? Podremos renunciar a malquererle, que ya es mucho. Pero querer queremos siempre al que nos invita a hacerlo, al que nos devuelve cada día las ganas de vivir, al que permanece sin ira a nuestro lado. Porque uno puede ser tan bueno para hacer el bien a otros como para hacérselo a sí mismo. Adornado de bellas cualidades, puede afear las de los demás. Y quedarse tan a gusto.   
 

 Aun con todos los
 sueños  rotos;  ...., este sigue siendo
un hermoso lugar;  de Paz, donde
el alma se recrea en el amor.( F Desiderata)

 

miércoles, 16 de octubre de 2013

                                 
 
 
                                                                                                    
                      
                                            Cosecha del 89    
          
Acaba de cumplir veinticuatro el personaje anónimo sobre el que quiero escribir. Su cosecha, la del 89, fue la del año en que vimos caer el muro de Berlín, símbolo de un mundo dividido para no devorarse a sí mismo. Hoy, aquel muro de cemento y ladrillo es una sombra para quienes se llevaron entonces a casa una reliquia de su ruina, convencidos de que no sería el último en caer. La suya sería una reliquia del futuro. Esos muros más sutiles que, como poetiza Antonio Colinas, “levantan, a veces, las mentes de los hombres” habían empezado a desmoronarse, seguramente desde mucho antes, y los jóvenes que ahora cumplen la veintena no saben nada de otro muro que no sea el paro y la precariedad en el empleo.
Hay ojos que se beben la vida. Hay miradas por las que nos gustaría vernos porque, en el espejo, nunca nos encontramos cuando nos buscamos. En ellas brilla el niño que fuimos y el que podemos seguir siendo si sabemos jugar todavía. Claro que a los adultos nos gusta jugar a levantar muros o a sostener los que se están cayendo. Cuando yo iba a la playa de niño me pasaba el rato viendo a otros niños modelar castillos de arena. Sabíamos que se los llevaría el mar en unas horas. Pero era eso lo que los hacía tan valiosos. De adultos nos empeñamos en hacerlos mucho más sólidos, para la eternidad. Pero para la vida no sirven porque, al secarse, se han vuelto rígidos. Cosas de niños que se creen maduros. Menos mal que abundan en el mundo personajes anónimos como David Lozano, joven burgalés de la cosecha del 89. Su mirada transparente es hoy la de una generación sin muros ni fronteras que se está abriendo camino. En ella encuentro mi mejor espejo.
“Que juntos caminábamos dulcemente los
Secretos, y andábamos en amistad, en
La casa de Dios”  (Samos: 55-14

 
 

 
 

 
 

 

 

 

                               

 

 

 

 
 

jueves, 10 de octubre de 2013




Víctor ante Víctor

 
Me ha visitado Víctor Tirado, con su mujer, Helena, y sus hijos pequeños. Nos conocimos en las aulas, diez años ha. Él, apenas unos años mayor, como profesor; yo, como alumno. Y ambos como interlocutores en una clase que empezaba antes y seguía después de su hora prevista porque el diálogo es lo único que perdura en una vida que pasa. Años después seguimos en él, como una roca batida por la corriente del río que somos. Cada vez que hablamos me topo, perplejo, con su nombre porque el suyo es el mío. Siento por un instante como si él fuera mi otro yo, el que pude ser y no he sido. Yo pude también haberme casado y tenido hijos. No se habría llamado Helena la mujer de mi vida ni habría tenido con ella tantos hijos como él. Pero Víctor ante Víctor, el que soy ante el que no soy, siente tan cierta por un instante su propia posibilidad como la realidad ajena. ¿Será porque la realidad está tejida de posibilidades sin realizar tanto como de las que se han realizado? Un jersey de punto, visto por fuera, es de una sola pieza. Pero, si lo miramos por dentro, veremos sus costuras, los hilos rotos para unir cada una de  sus partes. Víctor ha tomado un rumbo distinto en la vida. Pero ambos se preguntan si serán diversos sus destinos. Una cosa, no obstante, parece clara. El rumbo y el destino del Víctor que no soy corren parejos con los de Helena, su mujer. Los del Víctor que soy corren solos, como el viento. El viento se lleva lejos una multitud de seres diminutos que son poca cosa pero son. Me refiero a los monjes. ¿Habrá también monjes en pareja, en medio del mundo, en la realidad posible? Tal vez.

 

 

martes, 8 de octubre de 2013



 


Poemas Víctor Marquez Pailos.


 


Ama tu fragilidad


más que a Dios,

y podrás amar a Dios

más que a ti mismo.

Porque donde tu fragilidad

busca su descanso

no lo encuentras tú.
 
III

¡Ay de las palabras que no nos dejan morir


porque no han nacido:


no viven otra vida que la estéril


de una voz entre otras voces,


rivalizando por sonar más alto,


vibrando al aire que nos separa


y no puede unirnos pues es aire


y está aquí y en todas partes!


¡Ay de las palabras que se lleva el viento


sin poder nacer, sin dejar morir,


sin acercar el cielo que nos separa


de la tierra, ni la tierra que nos separa


del cielo!


Todo lo que nace muere


aunque para vivir haya nacido;


lo que nace busca la palabra exacta


en la que hallar, con la muerte,


su desvelo. Todo, menos las palabras que se lleva el viento,


menos el viento que se lleva las palabras


por todas partes: siempre más alto en el aire                                     


que nos separa de la tierra


y del cielo.                                      


V

Oigo mi nombre en tu voz,


que me abre al aire incierto de la vida,


respirando con el gozo de haber sido


inesperadamente amado.


Y nada puede cerrarse ya en mí:


todo ha empezado


a gozar a su modo -sin armonía aun-


mientras corre a tu encuentro;


todo me sirve de cuenco


para beber lo que viertes del tuyo


en mi nombre,


pues siempre es nueva tu voz para mí


cuando vuelvo


de la calle ruidosa donde nadie


llama a nadie,


donde a nadie le importa el gozo


-porque no el dolor – de nadie,


donde nadie le regala un nombre


-tan solo un nombre-


a nadie:


¡el suyo!


Oigo mi nombre en tu voz:


ya no suena tu voz,


pero sí mi nombre por los siglo


VII


Sólo se nos ha dado el morir,


no la muerte.


El ver morir se nos ha dado,


y el morir viendo que otros crecen


sin advertir que les miramos


como si nos debieran la existencia.


Pero no: hay una fecundidad inagotable


en el fondo de las aguas que bebemos


cada noche, inductoras de los sueños,


y en el mismo manantial que el solitario


otra vez beberá el mundano,


y soñarán los dos el mismo mundo,


viéndolo al revés -este empezando,


acabando aquel-,


demasiado joven para anunciar su fin


o viejo ya para el amor.


Sólo se nos ha dado el morir


para el que quiera verlo:


hay una fecundidad inagotable


esperando sin prisa cada noche


la hora de llegar a nuestros labios, el instante


de abrirlos a la risa de buen tono, al llanto seco


o a la sonrisa ingenua del que sueña


dulce la muerte sin sabor para los hombres,


sin sabor ni figura, sin ni siquiera


nombre conocido.


Sólo se nos ha dado el morir,


no la muerte


IX

Volver: es mi pasión.


Otros quemaron sus naves


y, sin volver la cabeza,


menospreciaron la fiesta,


la pura llamarada en lid


contra el océano en sombra.


Pero yo, cuando a mis barcos


permito arder cada tarde,


no puedo partir sin verlos


enrojecer el poniente:


yo vuelvo, sí, la cabeza


y, sin ser visto, yo miro


todo el misterio del fuego


que ha consumido mi ofrenda.


Lo que he devuelto a la nada


ahora veo que sigue


siendo, otra vez, una fiesta.


XIII

Ya nadie se siente seguro

de no ser nadie.

A cada cual le duele su pasado,

tendido como si nunca hubiera sucedido,

demasiado exhausto para ponerse en pie.

Solo está el hombre seguro de haber sido

niño, hijo de una madre angelical

con sus ojos vueltos siempre hacia él,

día y noche, a cada instante, hacia él.

Pero ahora ya no es niño: ya no sabe

con certeza lo que es.

Ya no está su madre junto a él

y la sombra que en sus ojos ha dejado

no puede aun cubrir toda su piel:

ahora sabe, nada más, lo que es tener.

Y tiene razón, tiene fe,

tiene mujer y tiene hijos,

un buen trabajo, fin de semana,

coche turbo-diesel y mucho estrés.

Pero tener es luchar

por olvidar, sin poder,

los ojos de la madre que fue ayer,

rodeada de niños, hoy perplejos

y orondos, exhaustos como si nadie

hubieran, al fin, llegado a ser.           


 XXI  (ay de los que ríen porque llorarán…)


¡Qué agitada vida

la del que huye el mundanal ruido

y sigue la escarpada

senda por do han subido

los muchos que por buenos

y dichosos se han tenido!

¡Despiértenles las aves

que bajan a los ríos con la fresca

y beben entre trinos y ganados,

no los cuidados graves

de que es siempre seguido

el sediento que sueña haber bebido!

El hombre está entregado

al sueño, de su suerte satisfecho,

y, con paso alucinado,

por su senda va bajando,

sus horas sin velar ya esquilmadas.

(homenaje a Fray Luis)